Me Confieso Pecadora


Atascada como estoy ahora de pastel de chocolate y queso no merezco el perdón. En un arranque de a-mi-que-me-importa me fui corriendo a la pastelería de centro a darle placer a mi cuerpo. Como no había madre que me dijera basta, me entregué en cuerpo y alma a satisfacer las exigencias de un alma desconsolada.

Si me he de morir ahora que sea con sabor a chocolate, pensé. Doble, ya que estamos en estas y de paso un tarro de leche fría para que resbale mejor, total.

Me senté en una esquina que me pareció privada y llevé el primer bocado a la boca cerrando los ojos y salivando en un rito casi lujurioso. Seguí sin parar hasta que la última miga desapareció y empezó a renacer un terrible dolor de estómago que me reclamó mi extravagancia.

Un minuto después me llegó algo como una asfixia que me impidió levantarme y me tuvo respirando como si un hijo me fuera a salir. Supliqué perdón pero el dolor no disminuyó, por el contrario, llegó el asco a hacerle compañía.

En un momento de valor, logré levantarme, pagué sin entender lo que me decía el mesero y dejé el lugar.

Me voy a morir, pensé. Auxilio. Caminé y caminé sudando frío y así seguí hasta que el dolor empezó a disminuir.

Culpable, me confieso, de atentar contra la paz de un estómago que llevaba años de no comer pastel.

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